Yo le tengo un terror casi patológico a la oscuridad. La misma turbación me asalta cada vez que escucho el rumor de un tren aproximándose, cortando limpio las arterias de la noche. Hay una imagen de mi infancia que conjuga ambas sensaciones y se proyecta como uno de los episodios más inquietantes que viví.
Tenía una amiga por aquel entonces que vivía a metros de las vías de tren. Me acuerdo las veces que me quedaba a dormir en su casa: su familia tenía la costumbre de tapiar la casa de oscuridad a la hora de irse a dormir, como si el negro -asfixiante con el rigor de los absolutos, en el que abrir y cerrar los ojos no hace ninguna diferencia mensurable- fuese la más confortable de las frazadas. Oscuridad predatoria. En un estado de orfandad total, librada a la piedad de la más densa de las nadas, sin poder reencontrar con el alivio de una textura familiar.
Yo no me puedo confiar a la oscuridad. Nunca pude. Una vibrante sensación me apuñala el espinazo de sólo pensar en un estado de clausura sensorial tal que no puedo distinguir mi propia mano del resto. Se diluyen mis contornos, estoy en ninguna parte y estoy en todas a la vez: es la desesperante promiscuidad metafísica lo que me angustia y me aterra.
El asunto es que... no puedo ver mi mano, no puedo verla. ¿Existo? Si me soplaran suavemente la piel en ese momento, me desintegraría en interrogantes, angustia suspendida que se fuga hacia ángulos imposibles para nunca volver. Ante la más envolvente de las oscuridades, todo mi mundo centrifuga hacia dentro. Y se amplifican detalles, pequeñas presencias fisiológicas, pulsares micro-quirúrgicos, volviéndose un mundo tan inquietante. Me es muy cara la fascinación aterrada de la sensibilidad romántica, meciéndose en la torturada garganta del abismo. Las monstruosas fauces, las cavernas inflamadas del vacío volviéndose membrana-bóveda de nuestras búsquedas sin sentido. O cosas por el estilo. Pero creo que se ha pasado por alto lo monstruoso que puede ser el mundo microscópico. Formas imposibles, formas que no deberían ser, supurando con marcial organicidad, cubismo cruel. Y yo en la oscuridad soy todo eso, atenta a cada milimétrica confesión de vida que se supone que debería ser yo, y que no reconozco.
Me acuerdo de mí, en ese momento, con los ojos bien abiertos, tratando de rasgar una mortaja líquida adherida a mis ojos; atenta, mórbidamente atenta a la menor señal de familiaridad en ese universo caótico de abstracciones reptantes.
Y el péndulo que me devuelve a la realidad concreta, que me devuelve algo de situación y me la arrebata arbitrariamente, es el sonido del tren de medianoche, esa proximidad de lo inasible y lo temerario, que traza túneles en el bloque denso de la noche húmeda de verano. ¿Cuántas historias había escuchado yo de gente que se arrojaba al tren? Seguramente esos números y esos cuentos engrosaban la urgencia de mi corazón latiendo, latiendo tan fuerte que al despertar me quedaba el ardor cúbico de un volumen inexacto, acorralado dentro de mí, como una fiera hidrofóbica. Pero lo que más me asustaba era esa cadencia de péndulo, el sentido de proximidad, de irreversibilidad; de que la única certeza que tenía en ese escenario era algo que iba y venía, arquitectura del miedo que embestía y me dejaba sin nada... arrojada a esperar en la octava vértebra de la noche, balanceando mis pies desnudos en el vacío, contando sedienta e insomne cuántas horas, cuántos minutos, cuántos segundos más faltarían para la próxima vuelta de tren.
Tenía una amiga por aquel entonces que vivía a metros de las vías de tren. Me acuerdo las veces que me quedaba a dormir en su casa: su familia tenía la costumbre de tapiar la casa de oscuridad a la hora de irse a dormir, como si el negro -asfixiante con el rigor de los absolutos, en el que abrir y cerrar los ojos no hace ninguna diferencia mensurable- fuese la más confortable de las frazadas. Oscuridad predatoria. En un estado de orfandad total, librada a la piedad de la más densa de las nadas, sin poder reencontrar con el alivio de una textura familiar.
Yo no me puedo confiar a la oscuridad. Nunca pude. Una vibrante sensación me apuñala el espinazo de sólo pensar en un estado de clausura sensorial tal que no puedo distinguir mi propia mano del resto. Se diluyen mis contornos, estoy en ninguna parte y estoy en todas a la vez: es la desesperante promiscuidad metafísica lo que me angustia y me aterra.
El asunto es que... no puedo ver mi mano, no puedo verla. ¿Existo? Si me soplaran suavemente la piel en ese momento, me desintegraría en interrogantes, angustia suspendida que se fuga hacia ángulos imposibles para nunca volver. Ante la más envolvente de las oscuridades, todo mi mundo centrifuga hacia dentro. Y se amplifican detalles, pequeñas presencias fisiológicas, pulsares micro-quirúrgicos, volviéndose un mundo tan inquietante. Me es muy cara la fascinación aterrada de la sensibilidad romántica, meciéndose en la torturada garganta del abismo. Las monstruosas fauces, las cavernas inflamadas del vacío volviéndose membrana-bóveda de nuestras búsquedas sin sentido. O cosas por el estilo. Pero creo que se ha pasado por alto lo monstruoso que puede ser el mundo microscópico. Formas imposibles, formas que no deberían ser, supurando con marcial organicidad, cubismo cruel. Y yo en la oscuridad soy todo eso, atenta a cada milimétrica confesión de vida que se supone que debería ser yo, y que no reconozco.
Me acuerdo de mí, en ese momento, con los ojos bien abiertos, tratando de rasgar una mortaja líquida adherida a mis ojos; atenta, mórbidamente atenta a la menor señal de familiaridad en ese universo caótico de abstracciones reptantes.
Y el péndulo que me devuelve a la realidad concreta, que me devuelve algo de situación y me la arrebata arbitrariamente, es el sonido del tren de medianoche, esa proximidad de lo inasible y lo temerario, que traza túneles en el bloque denso de la noche húmeda de verano. ¿Cuántas historias había escuchado yo de gente que se arrojaba al tren? Seguramente esos números y esos cuentos engrosaban la urgencia de mi corazón latiendo, latiendo tan fuerte que al despertar me quedaba el ardor cúbico de un volumen inexacto, acorralado dentro de mí, como una fiera hidrofóbica. Pero lo que más me asustaba era esa cadencia de péndulo, el sentido de proximidad, de irreversibilidad; de que la única certeza que tenía en ese escenario era algo que iba y venía, arquitectura del miedo que embestía y me dejaba sin nada... arrojada a esperar en la octava vértebra de la noche, balanceando mis pies desnudos en el vacío, contando sedienta e insomne cuántas horas, cuántos minutos, cuántos segundos más faltarían para la próxima vuelta de tren.